Esto podría parecer un alegato pacifista o belicista, o quizás un tratado sobre la extensa obra de Tolstoi. Pero voy por otros derroteros.
El caso es que el viernes me crucé por casualidad con Pedro Guerra, el cantantautor canario, cerca de Plaza Catalunya en Barcelona. Esa misma noche daba un concierto en la ciudad. Fue sólo un segundo pero me encantó cruzármelo. No pasó nada más, es decir, ni hablé con él, ni le pedí un autógrafo ni una invitación para la actuación de la noche. Ya se sabe que los catalanes somos muy discretos y poco agobiadores de los famosos: les vemos en la calle, comprando en la misma tienda que nosotros o tomando un café en una terraza y la cosa no pasa de ahí. Nos sentimos bien por compartir los mismos espacios que ellos pero respetamos su vida cuando bajan de los escenarios, cuando se alejan de los focos y las cámaras.
Así que vi a Pedro Guerra y pensé lo buen compositor que es, lo buen hilvanador de palabras y trabajador del lenguaje. Y entonces, inmediatamente pensé que no es justo que tenga ese apellido, Guerra, por su significado: con lo tranquilo y antiguerrero que es él, a juzgar por sus canciones.
Eso me llevó a reflexionar en lo bonito que debe ser llamarse Paz, ya sea como nombre de pila o como apellido. Ahí está, sin ir más lejos, Octavio Paz. Él sí debía ser feliz cada vez que pronunciaba su nombre, que lo escribía, que lo escuchaba repetir por otros. Ahora, mientras nosotros leemos su legado, el mexicano debe estar pacíficamente descansando en paz.
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