Los niños son lo mejor, eso lo sabía. Pero siempre hay un nuevo acontecimiento que me lo viene a recordar.
Esta vez fueron los hijos pequeños de las mujeres gitanas estudiantes que se reunieron el sábado en el barrio de Sant Roc, en Badalona. Yo vigilé a sus niños mientras ellas trabajaban durante su encuentro. Y os aseguro que disfruté tanto o más que los propios niños. Hasta el punto de que una de las niñas me preguntó cuál era la razón por la que yo no paraba de saltar y correr. Simplemente le dije que era lo que me apetecía hacer, después de estar todo el día sentada tras un ordenador. Parecí convencerla y tal cual se lo contó después a su mamá.
Me pienso cuando era niña y hubo un tiempo en que, sin duda, fui feliz. Esos días en los que llegaba a la playa y hablaba con las olas, o cuando mezclaba el barro con el agua en un plato de aluminio de tamaño minúsculo y jugaba a cocinitas con mi hermana, en la casa de fuera de Barcelona. Y esos veranos en los que nos bañábamos con mi abuelo en la balsa de al lado del huerto. No había caído en la cuenta hasta ahora mismo, pero todos los momentos de felicidad plena infantil coinciden con el verano, las vacaciones y el aire libre. Curioso, porque yo era de las bicho raro a las que les gustaba ir al colegio. Pero claro, ante correr por el campo, bañarse en el mar y diversiones así, un colegio nunca puede competir a los ojos de un niño.
El caso es que -volviendo al encuentro de gitanas del sábado-, otra de las niñas (una auténtica terremoto), al despedirse de mí, me presentó a su mamá y le dijo: "Mira, ella es mi profesora de... de...", y como no sabía de qué era su profe, la ayudé acabando la frase: "Su profesora de jugar".
Creo que pondré esta nueva línea en mi curriculum vitae. Casi es la que más me convence.
Esta vez fueron los hijos pequeños de las mujeres gitanas estudiantes que se reunieron el sábado en el barrio de Sant Roc, en Badalona. Yo vigilé a sus niños mientras ellas trabajaban durante su encuentro. Y os aseguro que disfruté tanto o más que los propios niños. Hasta el punto de que una de las niñas me preguntó cuál era la razón por la que yo no paraba de saltar y correr. Simplemente le dije que era lo que me apetecía hacer, después de estar todo el día sentada tras un ordenador. Parecí convencerla y tal cual se lo contó después a su mamá.
Me pienso cuando era niña y hubo un tiempo en que, sin duda, fui feliz. Esos días en los que llegaba a la playa y hablaba con las olas, o cuando mezclaba el barro con el agua en un plato de aluminio de tamaño minúsculo y jugaba a cocinitas con mi hermana, en la casa de fuera de Barcelona. Y esos veranos en los que nos bañábamos con mi abuelo en la balsa de al lado del huerto. No había caído en la cuenta hasta ahora mismo, pero todos los momentos de felicidad plena infantil coinciden con el verano, las vacaciones y el aire libre. Curioso, porque yo era de las bicho raro a las que les gustaba ir al colegio. Pero claro, ante correr por el campo, bañarse en el mar y diversiones así, un colegio nunca puede competir a los ojos de un niño.
El caso es que -volviendo al encuentro de gitanas del sábado-, otra de las niñas (una auténtica terremoto), al despedirse de mí, me presentó a su mamá y le dijo: "Mira, ella es mi profesora de... de...", y como no sabía de qué era su profe, la ayudé acabando la frase: "Su profesora de jugar".
Creo que pondré esta nueva línea en mi curriculum vitae. Casi es la que más me convence.
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