15 de mayo de 2008

Naftalina

Volando entre las nubes hay personas queridas que ya no están entre nosotros. Bogotá-Quibdó, marzo 2008
Voy en el metro y huele a naftalina. Es un olor a rancio tan intenso que me tengo que agarrar a la barra metálica para no caerme en medio del vagón en marcha.
Trato de adivinar de dónde proviene tremendo hedor y sólo se me ocurre como fuente de la pestilencia ese bolso tan llamativo, recargado, de charol blanco y con flecos. Su poseedora ha debido tenerlo guardado muchísimo tiempo, a juzgar por el inmenso caudal de efluvios olfativos que emana. Y no la culpo, porque es absolutamente horroroso, horrible, feísimo, un atentado para el buen gusto, pero también para el malo porque va más allá.
Lamentablemente no pude fotografiarlo, pero da lo mismo: dejo que la imaginación haga bien su trabajo y os permita crear estructuras horrendas susceptibles de convertirse en un bolso femenino y presuntamente moderno.

La parte buena de la historia -más allá de reafirmar mi buen gusto estético en comparación con el de la portadora de ese, llamémosle, "utensilio nefasto"- es que el sólo hecho de que llegara hasta mi sentido del olfato semejante "antiperfume" me ha traido a la memoria recuerdos infantiles. Me ha recordado a aquellos tiempos de mi niñez en los que las abuelas, en general -las mías y las de todas mis amigas, primas, primos y vecinas-, abrían sus armarios y de allí se escapaba todo un mundo de olores claustrofóbicos que había permanecido encerrado en abrigos cubiertos por bolsas de plástico.

Y me acordé del armario de mi abuela, de mi yaya Dolores, que era como un lugar mágico y prohibido, sólo visitable cuando ella nos dejaba ver sus vestidos de verano en tiempo de vacaciones. Cuando preparaba su maleta para irnos a la torre con huerto y balsa que era nuestro refugio veraniego, además de un paraíso de juegos para mi hermana y para mí.
Entonces yo tenía unos 6 años y la yaya, quizás, setenta y tantos. Hoy tengo 35 y sé que mi yaya me envía su protección y sus besos escondidos en olor a naftalina.

2 comentarios:

fritus dijo...

Mi madre ( que también se llama Dolores, es de ascendencia aragonesa,..y para mi hija será la yaya)..era muy cuidadosa, casi paranoica, con los accidentes domésticos. A parte de insistir sobre los dedos en los enchufes, asomarse a la terraza, el peligro de encender fuego, etc...tenía un capítulo aparte para las bolitas de naftalina del armario...
" Aunque parezcan caramelos ni se te ocurra metertelas en la boca...son veneno...que te mueres...te meten en una caja y se acabó!!!!" ( esto último en un tono de voz elevado...creo que cosas como esta me convirtieron en un adulto muy precavido-prudente-cobarde?)

Un abrazo

elisabet dijo...

ay,ay, los yayos, la torre, la balsa!!!
paraíso de diversión y aventuras interminables... que forman parte de nosotras.. de una infancia total... llena de emociones.. que de hecho nos han configurado!!!

aquello fue (y sigue siendo con nosotras) el paraíso íntimo de nuestra infancia...que re-vive en nosotras y que nos ha hecho -un poco- como somos ahora..
mmm mm
qué gusto sentir de nuevo aquellos días! jeje
besos. gracias por el recordatorio!
la sister