En estos días en los que algunas naciones declaran su autodeterminación e independencia -como Kosovo, lo cual colateralmente implicará no pocos debates en España en relación a la independencia de Catalunya o de Euskadi-, yo me veo en esta misma diatriba, pero a escala personal. Vayamos por partes.
Desde pequeña me han enseñado, principalmente mi madre, que tengo que ser lo más autónoma posible en todas las facetas de la vida, para no depender de nadie sino de mí misma. Y creo que ésa es una lección que he aprendido tan bien que, a veces, me parece que inspiro cierto miedo, recelo o desconfianza, sobre todo en hombres de educación tradicional y machista (aunque ni ellos mismos sospechen que se dirigen como tales).
El caso es que cuando estás acostumbrada a hacer lo que quieres o a ir a donde te propones por ti misma, sin la necesidad de que nadie te acompañe, resulta muy pero que muy difícil habituarse de nuevo a depender de alguien.
Digamos que yo declaré mi independencia, autonomía y autodeterminación hace bastante tiempo. A pesar de que normalmente prefiero compartir con alguien, si nadie quiere apuntarse al plan, respeto su opción y eso no significa para mí que el plan se cancele. Hago lo que me había propuesto, independientemente de si a alguien más le apetece. Con lo cual, en un entorno menos propenso o totalmente opuesto a esa forma de actuar -y no hablemos de si es una mujer la que así se dirige- pues bueno, una se siente como si le hubieran cortado las alas.
Y de este modo me encontraba yo, paseando un domingo, tranquilamente sola por Bogotá por un barrio popular, en el que todas iban acompañadas de todos, por lo cual creí que era observada con rareza. Es posible que esa fuera simplemente mi percepción, pero creo que podría ajustarse bastante a la realidad.
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