Aquí va otra de las reflexiones que se me van ocurriendo en estos días, muchas de ellas en esos momentos de duermevela o en esos otros durante trayectos en bus, caminando o en la sobremesa.
Estoy convencida de que uno de los mayores atractivos de los viajes es vivir otras vidas. Y me refiero a los viajes largos, planeados como algo individual y en los que se van conociendo gente y lugares nuevos en el camino, de forma algo improvisada y sorprendente. Es decir, cuando uno sale de su rutina, de su entorno y de su quehacer y se aleja también de las personas queridas, costumbres, olores y sabores habituales, la propia vida se plantea como algo nuevo, como un descubrir constante que, quizás, uno no se permite o no sabe cómo hacer en su vida cotidiana.
Lo que además le proporciona un valor añadido y liberador a la experiencia es que fuera del contexto propio uno se siente más libre, sin muchas de las ataduras culturales o circunstanciales que no sirven sino como represoras de las emociones o de los sueños.
Así que aquí estoy, viviendo otras vidas desde mi propia existencia, porque lo mejor de todo es que no se trata de vidas ajenas sino de una especie de vidas ocultas en la mía propia que, por fin, se deciden a salir.
Por eso me resultan imprescindibles los viajes. Aunque, hace ya algún tiempo que descubrí en la literatura y el cine esos otros espacios en los que vivir otras vidas. En realidad, se viven otras vidas liberadoras en todos aquellos espacios donde la imaginación, la ensoñación y la ilusión juegan un papel imprescindible.
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