La voz metálica del Transmilenio me ha dicho que eran las 21 horas del 5 de febrero de 2008. Y que acabábamos de llegar al Portal de la 80, la última parada. De ahí me quedan 15 minutos más a casa, en lo que aquí llaman alimentador, es decir, un bus lanzadera.
Hace frío y quiero llegar ya. Bogotá no es una ciudad acogedora, es gris. No está pensada para pasear, no es un lugar lo que se dice bonito. Es intrigante, con zonas de encanto decadente y creo que algo hostil con el turista. Por eso no se ve prácticamente ninguno, y menos fuera del centro, de La Candelaria.
Eso es lo que les gusta a los bogotanos que viven fuera del país: al volver a la ciudad no se encuentran con esa invasión que padecemos los pobres ciudadanos de otras capitales como Barcelona.
A mí también me gusta que no haya turistas, porque la ciudad respira más su ambiente, pero una se siente al mismo tiempo muy, pero que muy fuera de lugar. Todo el mundo advierte con una mirada mi condición de extranjera, al menos de no bogotana. Y ya no digamos al abrir la boca. Ellos y yo hablamos español, pero es como si se tratara de otra lengua: diferente musicalidad, diferentes fórmulas de cortesía, diferentes formas de orientar las frases, distintos significados para las mismas palabras. Pero en eso, al menos, ya tengo cierto entrenamiento.
Ésta es la tercera vez que visito Bogotá y, paradógicamente, se me hace más lejana, menos amable, menos mía. Quizás sea porque he perdido el factor sorpresa, posiblemente se deba a la percepción emocional que tenía antes de ella. No sé. Aún me quedan unos días aquí, pero no quiero que sean demasiados porque creo que, en ese caso, Bogotá va a dejar de gustarme.
2 comentarios:
Por que no:)
Explícame un poco más qué quieres decir...
Como eres "Anónimo" no puedo escribirte directamente!!
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